Estado, Infancia y Derecho: Una lectura histórica y social de su relación

 


 

Por Maximiliano F. Cáccaro Olazabal. 

Abogado e historiador egresado de la UBA. Auxiliar Defensor del Ministerio Público de la Defensa CABA. Profesor de la Universidad de Buenos Aires y otras casas de estudio.

 

Introducción: La relación entre el Estado y la infancia como proceso histórico

Infancia y control social son sin dudas fenómenos amplios que pueden ser abordados desde muchos ángulos o enfoques, y por ello al momento de abordarlos se hace necesario establecer claramente los ejes sobre los que se elaborará el análisis. En este sentido, las próximas líneas parten de tres premisas fundamentales. En primer lugar, la relación entre el Estado y la infancia, es decir las formas de control, regulación o intervención que se adopten desde el ámbito público en relación a la niñez, son en realidad parte de un proceso histórico dinámico y más amplio, en el que se registran continuidades y rupturas paradigmáticas. En segundo lugar, en tanto proceso histórico, dicha relación se verá continuamente determinada por el contexto social y cultural en el que se desarrolla. Por último, el correcto entendimiento y por ende el planteamiento de nuevas estrategias o el mejoramiento de las existentes, en la relación entre el Estado y la infancia, solamente se puede alcanzar teniendo en cuenta las dos primeras premisas.

Es dable atender que la referida vinculación entre lo estatal y lo social, se produce puesto que las medidas institucionales que se adoptan en materia de infancia a lo largo del tiempo, son parte de un universo de creencias y modos de conducta establecidos por la colectividad.[1] Según Dubet, a través de un programa institucional político se produce un proceso de interiorización de lo social (socialización), por una interiorización de la cultura que instituye a los actores sociales como tales. Resulta interesante además, rescatar la idea del autor respecto de que un programa institucional no significa sólo que la socialización consista en inscribir a una cultura en un individuo; también designa una manera peculiar de llevar a cabo ese trabajo sobre los otros.[2] Ya veremos que la forma en la que el Estado llevó adelante el control e intervención de la infancia, es lo que terminará caracterizando a cada una de las etapas registradas en nuestro país en el proceso histórico que nos disponemos a analizar.  

Por otro lado, no puede perderse de vista la importancia que ha de tener el sistema legal para definir el programa institucional (conjuntos de medidas institucionales) que se pretende implementar, así como las formas con las que las agencias judiciales lo llevan adelante. En efecto, en este trabajo se utilizará el análisis jurídico como base objetiva de observación para identificar las continuidades y rupturas paradigmáticas en el abordaje de la relación entre el Estado y la infancia.

Por ello el método de análisis no puede agotarse en la identificación del carácter político-jurídico-sociológico de nuestro objeto de estudio, sino que justamente dicha naturaleza nos obliga a indagar en el contexto histórico en el que la relación en cuestión se va forjando a lo largo del tiempo.  

La necesidad de una interpretación histórica de la relación entre el Estado y la niñez resulta obvia si consideramos que conceptos como niñez o familia, entre muchos otros, son productos de la particular configuración de las sociedades modernas. Basta con repasar institutos como la exposición de un recién nacido o lactante para medir las grandes diferencias que pueden existir en las sociedades en su valoración sobre la niñez. Y no debe creerse que la exposición de un niño a la muerte como resultado de las crudas condiciones del clima a la intemperie (en general a la vera de un río), fueran algo reservado a las sociedades antiguas como las griegas o romanas. El liber ludiciorum fue un cuerpo de leyes visigodas promulgado en el Siglo VII de nuestra era, en la que se prescribía por ejemplo que la persona que acogiera al niño expuesto tenía derecho a ponerlo a su servicio como esclavo. Debe recordase que esta fuente tuvo enorme influencia hasta al menos el Siglo XIII (traducción romance: Fuero Juzgo), y aún mucho tiempo después continúo siendo traducida en Europa (en 1600 fue publicada en Madrid por primera vez en español).  

Entonces, parece evidente que para poder entender más adecuadamente la relación sobre la que escribiremos las siguientes páginas, resulta importante profundizar sobre su naturaleza cambiante y el contexto histórico que acompañó a dichas transformaciones. Recién después de ello, se podrá esbozar un análisis crítico del tipo particular de relación que en la actualidad existe entre el Estado y la niñez, y realizar algunas modestas reflexiones sobre las posibles estrategias y caminos a seguir en la consolidación del paradigma vigente.  

Desde esta lógica estructuraremos nuestro análisis a través de una periodización de los diversos paradigmas que rigieron sucesivamente la relación entre el Estado y la niñez en nuestro país. Debo adelantar que la clasificación histórica carece de originalidad, puesto que a poco de comenzar una lectura especializada sobre la materia, la misma se hace evidente. Por el contrario, las reflexiones finales sobre la base de dicha periodización, si bien tampoco resultan del todo novedosas, entiendo que al menos asumen una posición concreta en el marco de la discusión actual sobre infancia y políticas públicas, señalando algunos mitos y riesgos latentes de otras perspectivas.

  

Primera etapa: Surgimiento del sistema tutelar. Su contexto histórico social y político

Es necesario comenzar a describir el entorno histórico, social y político en el que se engendra el “modelo tutelar”, “filantrópico”, “de la situación irregular” o “asistencialista”, en el seno de una incipiente justicia penal de menores en las sociedades de fines del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX. Conforme señala Beloff, este modelo tuvo como punto de partida la consideración del menor como objeto de protección, circunstancia que legitimaba prácticas peno-custodiales y represivas encubiertas.[3]

El modelo tutelar ha estado teóricamente anclado en la escuela etiológica de extracción positivista, que concibe a los sujetos como biopsicodeterminados y, por ende, carentes de libre albedrío. En la concatenación de factores que determinan, las condiciones sociales ocupan un lugar privilegiado. La asociación entre marginalidad, pobreza y delincuencia se conjuga en forma infalible, y la profecía se da por autocumplida. Como señala Guemureman, en este contexto, no es difícil imaginar la asimilación entre menores abandonados y delincuentes y el sustrato fértil que encontraron los higienistas y médicos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX para conceptualizar la situación de riesgo o peligro material o moral, que se convirtió en razón fundamental de cualquier intervención sobre los menores abandonados, vagos y delincuentes.[4]

En este punto entiendo que es pertinente aclarar que fenómenos como la prisión, deben ser analizados junto a otras instituciones como la escuela o la fábrica puesto que o bien fueron creados o bien resignificados gracias a una misma matriz política, social y económica. En efecto, todos estos establecimientos comparten una serie de rasgos que permiten, hasta cierto punto, generar una interpretación amplia de un orden que se caracteriza por establecer un tipo de relación totalizante. Esto es así, a mi entender, al menos en cuanto a las causas que justificaron su surgimiento o expansión a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Es difícil resumir en unas pocas carillas la complejidad de este proceso, que además excede el objetivo inmediato del trabajo, pero no debe dejar de mencionarse que en aquél se condensan tanto el modelo de organización capitalista y burgués de la producción, como las herramientas que desde las distintas disciplinas se pusieron al servicio de la consolidación del nuevo paradigma; desde corrientes de pensamiento filosóficas como el positivismo hasta la consistente instauración de instituciones públicas tendientes a llevar a la práctica los ideales del incipiente orden.

Este fenómeno fue identificado por varios sociólogos, pero es posible verlo con profundidad en la obra “Cárcel y Fábrica: Los orígenes del sistema penitenciario” de Melossi y Pavarini. Justamente estos autores destacan, en una reflexión posterior sobre aquella obra[5] a 40 años de su publicación, la importancia de la disciplina en el interior de la cárcel como en el sistema capitalista. Sostienen que el origen de la misma invención de la prisión, está estrechamente vinculada a lo que Marx llamaba acumulación original. En los siglos que siguieron después de su invención, la acumulación se reproduciría y expandiría a través de la incesante conquista y colonización de áreas pre-capitalistas de la sociedad, no solo en su matriz capitalista, también en el sistema penal, en virtud del requisito crucial de disciplina.

Foucault también señala la relación existente entre la prisión y el sistema capitalista, y su finalidad disciplinar. Afirma que la prisión se funda también sobre su papel, supuesto o exigido, de aparato de trasformar los individuos. ¿Cómo no sería la prisión inmediatamente aceptada, ya que no hace al encerrar, al corregir, al volver dócil, sino reproducir, aunque tenga que acentuarlos un poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social? La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero, en el límite, nada de cualitativamente distinto.[6]

Tanto en la obra de Melossi y Pavarini como también en la obra de Foucault, se hace referencia a que la cárcel no es una institución aislada del contexto social. Aparentemente la cárcel es un lugar cerrado y separado de la sociedad libre, pero esta separación no es real, ya que la cárcel no hace más que manifestar o llevar los modelos sociales o económicos de organización que se intentan imponer o que ya existen en la sociedad. Para Foucault la cárcel es el mejor ejemplo de disciplinamiento ejercido en el contexto social por quien detenta el poder, y sostiene, además, que importa más el descubrimiento de este modelo de control disciplinar y de sus mecanismos abstractos de funcionamiento que las modalidades concretas de gestión del sistema penitenciario.[7]

Como es sabido, la teoría propuesta por el filósofo francés se construye sobre la idea de micropoderes en el seno de la sociedad, por lo que resulta natural que profundice su análisis no solamente sobre la institución carcelaria sino que, como vimos, también señale la importancia de otros institutos de control social como los manicomios o las escuelas, sobre las que nos detendremos brevemente.

La emergencia de la forma escolar, forma que se caracteriza por un conjunto coherente de trazos –entre los que deben citarse, en primer lugar, la constitución de un universo separado para la infancia, la importancia de las reglas de aprendizaje, la organización racional del tiempo, la multiplicación y la repetición de ejercicios cuya única función consiste en aprender conforme a las reglas o, dicho de otro modo, teniendo como fin su propio fin- es un nuevo modo de socialización, el modo escolar de socialización.[8]

Las escuelas de un nuevo tipo[9] son creadas en las ciudades a fines del siglo XVII y son destinadas explícitamente a “todos los niños”, incluyendo a los del “pueblo”. Se trata de obtener la sumisión, la obediencia o una nueva forma de sujeción. Así, el niño aprende la obediencia a las reglas –maneras de comer, de sonarse la nariz, de escribir, etc.-, conforme a las reglas constitutivas del orden escolar e impuestas a todos.[10]

Como se puede apreciar, resulta necesario edificar el análisis sobre el disciplinamiento de los infantes no solamente sobre la institución carcelaria, sino también sobre otras entidades públicas como la escuela, para poder describir más adecuadamente tanto el surgimiento del nuevo orden y sus modos de funcionamiento de carácter totalizantes, como el proceso de crisis que dichas instituciones vivieron con posterioridad.

En cuanto al surgimiento, en particular, de la justicia de menores dentro de un sistema penal en el que la función disciplinar jugó cuanto menos un rol primordial, es insoslayable la obra del Platt respecto de la experiencia estadounidense. En esta obra el autor destaca que el primer tribunal de menores se creó en Illinois en 1899 y da cuenta que en dicho momento se encontraban ampliamente generalizados los movimientos “salvadores de niños”, que había estado hegemonizado por mujeres de la alta sociedad que defendían los principios sagrados de la familia, la educación y la moral como pilares.

Pero en realidad, como lo demuestra Platt, la ideología oculta era de naturaleza política, puesto que de lo que se trataba en definitiva, era de educar a los jóvenes de clases inferiores para el trabajo e inculcarles los valores de la ética burguesa. Este movimiento, expresado en principio en la creación de centros de recreación, asistencia en recursos materiales y humanos destinados a instituciones de menores “en riesgo”, tiene su correlato más tarde en la creación de tribunales para menores, que tuvieron un resultado no deseado para las “salvadoras del niño”: la creación de la desviación criminal en los menores. En efecto, comportamientos que antes eran tolerados pasaron a recibir un tratamiento penal, lo que a su vez justificaba la internación de los niños en institutos especiales para su corrección (con penas indeterminadas en el tiempo).[11] 

Platt destaca que anteriormente, la sociedad de la época se preocupaba por los menores abandonados, vagabundos, prostituidos, díscolos, ladrones, etc. Con la institucionalización penal y civil de estas categorías de menores, la preocupación se vuelve alarma y el objeto de dicha alamar se define directa y simplemente como “delincuencia”.

Esta incipiente preocupación no surge espontáneamente, tuvo sus causas. Como lo señala Lo Vuolo, la organización del capitalismo tardío (en el sentido propuesto por Habermas) que identifica a las sociedades modernas, se caracteriza por la presencia de contradicciones profundas que amenaza la propia cohesión social. A este problema se lo denomina “cuestión social” e identifica un espacio donde se juega el desafío de mantener a la sociedad funcionando como un todo integrado. Las instituciones que se ocupan de la cuestión social, tienen la responsabilidad de mantener la cohesión social frente al permanente riesgo de fractura que implican las dinámicas contradictorias y excluyentes del sistema económico (riqueza, moneda) y político (poder, derecho).[12]

El pacto social para conjurar los riesgos de fractura de la sociedad moderna es brillantemente captado por Baratta, al señalar que se trató más que nada, de un pactum ad excludendum, de un pacto para excluir, de un pacto entre una minoría de iguales que excluyó de la ciudadanía a todos los que eran diferentes, en especial a niños.[13]

No es difícil rastrear el concepto que la escuela positivista imperante en la época poseía sobre el niño delincuente. Lombroso, por ejemplo, señalaba que el niño representaría un hombre privado de sentido moral, lo que los analistas llamarían un loco moral y nosotros un delincuente nato. La civilización, relajando los vínculos de familia, aumenta, no sólo el número de niños expósitos, que habrán de ser futuros criminales.[14]

Platt capta lúcidamente el espíritu positivista de la época, señalando que para entonces aparecieron categorías humanas inéditas: el menor descarriado en peligro moral, el menor irregular en cuanto a conducta y carácter, el anormal, el menor delincuente. A cada una de estas categorías han correspondido categorías jurídicas y científicas, la previsión y organización de los correspondientes espacios institucionales, la puesta a punto de modelos de intervención, etc. Concluye que el resultado ha sido la existencia de una nueva área institucional compleja, que entre otras cosas produce y reproduce su nueva “clientela”, su nueva “población” a la que es preciso identificar, administrar, examinar, definir, tratar, internar, encarcelar, etc.[15]

Sin embargo, como lo señala Aimar, lo paradójico de esta corriente es que al identificar al delito con una enfermedad y al delincuente con un enfermo es portadora de un aspecto crítico de todo el derecho penal, de la justicia penal y, principalmente de la cárcel. Se presentaba así como la ciencia rigurosa frente a la ignominia de la justicia y la ignorancia cruel del derecho penal.

 En la Argentina, la estructura jurídica y normativa de la ideología positivista/tutelarista se fundará sobre la Ley nro. 10.903 de Patronato de Menores promulgada en 1919, el Código Penal y la posterior Ley nro. 22.278 de la última dictadura militar (todavía  vigente), que regula el Régimen Penal del Menor.

La Ley de Patronato o Ley Agote instauraba un sistema de protección social de claro corte positivista, destinado a conjurar los riesgos de fractura social típicos de la época. Dicho modelo se caracterizaba por alimentar una visión “asistencial-represiva” en el que, conforme lo que hemos señalado, se consideraba a la pobreza como un peligro social y político del cual habría que ocuparse mediante una combinación de asistencia, reeducación y represión. El doble carácter del modelo (asistencial-represivo) se evidenciaba en la concurrencia y homogenización de tratamiento brindado por el bloque legal al “niño asistencial o dispuesto”[16] y al “niño penal o delincuente”. Así, los menores en situación de pobreza quedaban regulados por el propio ámbito judicial, confundiendo así el ámbito penal con el asistencial, a tal punto que en la misma institución convivían menores que llegaban de ambas vías.[17] 

La historia de la lenta decadencia del modelo, es tanto o más compleja que su surgimiento. En cierta forma excede el objetivo trazado en estas páginas pero cabe hacer una serie de observaciones al respecto, quizás para profundizar en otro momento. En primer lugar parece coherente, en especial teniendo en cuenta la larga permanencia que el modelo tutelar tuvo en nuestro país, dividir el análisis de las causas en un nivel macro estructural y otro micro estructural. El primero iría destinado a describir a nivel general, como las sociedades modernas fueron modificando su forma de organización (en especial de la producción) a lo largo del siglo XX, evidenciando cada vez más la ineficiencia de las instituciones creadas a fines del siglo anterior para conseguir sus propósitos.  Sin embargo, la perdurabilidad del sistema tutelar en nuestro país podría poner en duda una explicación del tipo estructural general, puesto que aún con un sociedad evidentemente diferente, a finales del milenio dicho paradigma todavía se encontraba vigente.

Ello no respondió a la subsistencia del bloque ideológico hegemónico (escuela positivista) que acunó el modelo tutelar-asistencialista, sino que sus causas pueden encontrarse en las micro estructuras de poder existentes en el seno de la nueva sociedad, en particular en los intereses sectarios dentro de una estructura jurídica-administrativa creada bajo una sociedad ya inexistente, pero cimentada en un aparato burocrático fuertemente enquistado a finales del siglo XX.

Desde allí se puede explicar por qué en nuestro país se demoró tanto tiempo desde la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, en implementarse y consolidarse un modelo sustitutivo del paradigma tutelar.   

 

Segunda etapa: el surgimiento del sistema de protección. Virtudes y defectos.

Un cambio paradigmático implica un proceso, y éste no se da de la noche a la mañana, en especial cuando se trata de procesos históricos. Por ello, no es fácil establecer un hito que se consagre como frontera entre el sistema tutelar y su sucesor. Este análisis a su vez se complejiza si se tienen en cuenta las experiencias particulares de cada país, puesto que como lo hemos planteado anteriormente, en nuestro abordaje se hace siempre latente la necesidad de relacionar lo macro (internacional) y lo micro (regional/nacional) en todo momento.

En términos generales, se tiende a citar como antecedente histórico de importancia en dicha transición, al caso “Gault” de la Corte Suprema de los Estados Unidos, del 15 de mayo de 1967. Los hechos del caso son realmente descriptivos de las consecuencias prácticas que implicaba el sistema tutelar. A resumidas cuentas, a partir de la realización de llamadas telefónicas obscenas a una vecina, Gerald Gault (quien al momento del hecho tenía 15 años), fue trasladado a un correccional de menores. La Corte entendió que, de haberse tratado de un adulto, no le hubiera correspondido una sanción mayor a una multa de cincuenta dólares, pero que por tratarse de una persona menor de edad se le aplicaba una medida de privación de la libertad por tiempo prolongado bajo pretexto de “protegerlo”, sin que la evidencia empírica demostrara que esa finalidad se cumpliera y, de ese modo, se justificara el desconocimiento de los derechos de libertad que a una persona adulta se le hubieran reconocido en las mismas circunstancias.

La Corte entendió que el principio del daño o lesividad (principio constitucional fundamental junto con el de culpabilidad en el derecho penal de adultos), también debía regir respecto de niños y adolescentes, en tanto que si las medidas pretendidamente tutelares, se materializaban de forma equivalente a un castigo penal, ya no podía argumentarse que la intervención tenía justificación paternalista, dado que la medida paternalista es en beneficio y no en perjuicio de quien se le aplica.

La incipiente crítica a la vulneración de los derechos y garantías más básicos de las personas en el caso de jóvenes frente al poder coercitivo del Estado, fue ganando cada vez más adeptos en la segunda parte del siglo XX. Como señalan Beloff y Kierszenbaum, las derivaciones del mentado caso en un contexto de intenso activismo dieron lugar, en su versión más extrema, al llamado “liberacionismo de la infancia”, que encontró su desarrollo en Estados Unidos en la siguiente década.[18]

Según el pensamiento de sus máximos expositores, tales como Daniel Farson, John Holt y Howard Cohen, el concepto de incapacidad de los menores (pilar fundamental del sistema tutelar) se erigía sobre la base de construcciones culturales e ideológicas fuertemente influenciadas por una visión romántica de la niñez, típica de las sociedades modernas. Por ello, y en pos de hacer efectiva la plena vigencia de los derechos y garantías que a todo niño o niña le asisten, esta corriente de pensamiento entendía necesario brindar mayor autonomía al niño y equiparar su situación jurídica a la de un adulto.[19]

Más allá de estas versiones más extremas del nuevo paradigma, que más pronto que tarde fue erosionándose, la crítica al sistema tutelar y el nacimiento de una sistema de protección fue consolidándose globalmente.

Este afianzamiento puede notarse con claridad en el florecimiento de un amplio repertorio de normas internacionales (corpus juris), destinadas a establecer un estatuto especial de protección de los niños, niñas y adolescentes. Sin lugar a dudas, la fuente principal en ese basto bloque de legalidad internacional, resulta ser la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada en noviembre de 1989. Sin embargo, el corpus juris no se limita a este dispositivo, ya que los estándares de la Convención se integran con el denominado “soft law” penal adolescente que lo componen las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores (Reglas de Beijín de 1985), las Directrices de las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil (Directrices de Riad de 1990), las Reglas de las Naciones Unidas para la Protección de Menores Privados de la Libertad (Reglas de La Habana de 1990) y las Reglas Mínimas de Naciones Unidas sobre Medidas No Privativas de la Libertad (Reglas de Tokio de 1990), además de los pronunciamientos de los organismos de control como el Comité de Derechos del Niño y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Es claro que este bloque de legalidad, creado principalmente a finales de la década del 80 y principios de la del noventa, se complementa con instrumentos generales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948, y a nivel regional la Convención Americana sobre Derechos Humanos de noviembre de 1969, entre otras herramientas legales.  

A nivel local debe señalarse que estos instrumentos adquirieron jerarquía constitucional a partir de la reforma de 1994, incorporándose a la parte dogmática de la Constitución Nacional, conforme lo dispuesto por el art. 75, inc. 22, CN.

La sanción de la ley 26.061 de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en septiembre de 2005, se produce luego de 15 años de la aprobación por parte del nuestro país de la Convención. Como lo señalaran varios especialistas luego de la sanción de esta ley, la demora fue por demás prolongada si se tiene en cuenta que la misma reglamenta a la Convención y que su elaboración importa dar cumplimiento a la obligación asumida por la Argentina, contenida en el art. 4 del tratado internacional en cuestión.[20]

Sin perjuicio de su lenta implementación en la experiencia nacional (por motivos que, como señalamos anteriormente, exceden el presente trabajo pero que se encuentran fuertemente ligados a intereses corporativos todavía vigente a principios del milenio y que se encontraban enraizados en el vetusto andamiaje institucional de corte tutelar), lo cierto es que el modelo de protección de derechos fue abriéndose paso en nuestro país.

Este nuevo modelo se caracterizó, como se evidencia, en la adopción de un amplio cuerpo legal de carácter internacional, regional y local; y en la fuerte crítica hacia el paradigma tutelar y paternalista vigente en gran parte del siglo XX. Esta corriente, a su vez, puso particular énfasis en la separación conceptual e institucional de las dimensiones civiles y penales de la infancia, y para ello, apeló al reemplazo de la estructura jurídica/normativa que lo sostenía, con una fuerte apuesta o esperanza de transformación de la realidad mediante el dictado de leyes.[21]

Otras de las características que presentó este nuevo modelo resultó ser una fuerte influencia de la bioética en la delimitación de los derechos en los y las jóvenes. En efecto, no debe perderse de vista la amplia aceptación que ha tenido, especialmente en la doctrina, el concepto de competencia progresiva. Se trata de una noción que, a diferencia del concepto tradicional de capacidad que es fijado de manera rígido por la ley a una edad determinada, no se alcanza en un momento preciso sino que se va forjando y evolucionando a medida que los niños y adolescentes adquieren mayor autonomía. Es decir, se trata de un concepto que se ve determinado a la par del desarrollo de una conciencia reflexiva, libre y con posibilidad de comunicarse.[22]

Igualmente, no debe soslayarse que el concepto de competencia progresiva tuvo un impacto evidente en la esfera civil, no teniendo mayores repercusiones en el ámbito del derecho penal, en el que la limitación rígida de la edad de imputabilidad se mantuvo como criterio rector.

Beloff señala respecto de la instauración de este nuevo paradigma, que por primera vez en América Latina –en la década del 90 del pasado siglo- se diseña, de modo original, un dispositivo institucional cuyo objetivo es, estrictamente, tratar con los casos de personas menores de dieciocho años de edad imputadas o encontradas responsables de haber cometido un delito. En ese sentido, se trata de un sistema de justicia, como no se trataba de un sistema de justicia la llamada, bajo el imperio de la ideología tutelar, “justicia de menores”.[23]

Justamente la misma autora desarrolla un cuadro comparativo entre la línea tutelar y el nuevo sistema de protección o de justicia penal juvenil que permite apreciar de forma clara las grandes diferencias conceptuales existentes entre una y otra.

Modelo tutelar o de la situación  irregular (preconvencional)

Modelo de la protección integral de derechos (postconvencional)

Características del rol del Juez

juez ejecutando política social/asistencial

juez en actividad jurisdiccional

juez como "buen padre de familia"

juez técnico

juez con facultades omnímodas

juez limitado por garantías y principio dispositivo

defensa y fiscalía como auxiliares del juez

partes autónomas

Naturaleza de la intervención estatal en casos de imputación de                             delito al joven

hiperjudicialización

desjudicialización

estigmatización: menor/abandonado/delincuente

desaparece determinismo

derecho penal de autor (por lo que soy)

derecho penal de acto (por lo que hice)

son tratados

son juzgados

imputados de delitos como inimputables (falta de capacidad de tipo intelectual)

responsabilidad penal adolescente (consecuencias jurídicas diferentes de las aplicadas en el sist. de adultos). Culpabilidad atenuada.

especialización sin justicia

justicia específica (exclusiva y especializada)

"procedimiento" sin debido proceso. Se desconocen las garantías.

se reconocen todas las garantías de adultos, más las específicas.

sistema inquisitivo

sistema acusatorio (oral y contradictorio)

derecho penal común. Código Penal de adulto.

especialidad sustantativa. Derecho Penal mínimo.

generalización de la "prisión preventiva"

no existe la prisión preventiva o se encuentra en su mínima expresión

privación de libertad -internación- como regla, medidas por tiempo indeterminado

privación de libertad como excepción, como alternativa a otras sanciones, sólo para infracciones graves y por el más breve tiempo posible.

 

Desde un análisis retrospectivo son evidentes los logros que alcanzó y consolidó el modelo de protección integral, especialmente en el campo del reconocimiento legal del niño o niña como sujeto de derecho pleno. En efecto se consagraron principios fundamentales del régimen penal juvenil actual con un amplio reconocimiento en la comunidad internacional. Hoy en día no se ponen en dudas principios pilares como el interés superior del niño; la multivulnerabilidad del niño/niña; la desjudicialización, el derecho penal mínimo, la interdisciplinariedad, la especificidad/especialidad, entre otros. 

Resulta evidente, como esbozamos en la introducción del presente, trabajo que el contexto histórico cultural se modificó sustancialmente con relación a los paradigmas hegemónicos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, lo que sin dudas redundó en una cambio en la tónica de las leyes que se implementaran a finales de éste último, máxime cuando la ampliación de derechos y garantías fue un sello del nuevo sistema de protección integral.

Sin embargo, no tardaron en surgir lecturas que realizaban una crítica constructiva sobre su lógica. En efecto, parte de la doctrina, aun reconociendo los logros parciales obtenidos por la nueva corriente, comenzaron a destacar que el virulento ataque al paternalismo y al tutelarismo, generaba consecuencias no deseadas que terminaban colocando al joven en una situación diferente pero igualmente dañina.

Una vez más, el entendimiento acabado de un modelo ius-filosófico no resultaría alcanzable si no se presta atención al momento histórico en el que se desarrolla y a sus factores sociales, ideológicos y políticos concomitantes. En este sentido, la crítica al paternalismo y al modelo tutelar que se desarrolló desde la concepción liberal del derecho fue contemporánea a la retórica neoliberal antiwelferiana. Eran momentos de desguace del Estado de bienestar y de su idea subyacente del delito como una cuestión social (no individual).[24] 

En el modelo de protección integral se sostiene que el sistema penal adolescente no debe estar contaminado de cuestiones tutelares o protectivas, enfocándose a general límites legales al poder tutelar del Estado, replegándose en lo demás, en el derecho penal de adultos. Por ello, la imagen deseada, para sus sostenedores, se parece bastante al derecho penal de adultos, solamente que en este caso aplicado con un plus de protección en las garantías. Uno de los riesgos de este argumento, es la idea de que para otorgar garantías a los niños no punibles se debe bajar la edad de punibilidad.[25]

Por ello, no es erróneo señalar que el sistema de protección integral de derechos ha alcanzado importantes logros pero, a su vez, ha dejado campo fértil para corrientes que, fundadas en lecturas sociológicas incorrectas, podrían colocar en una situación de riesgo al niño, niña o adolescentes. En el punto que viene desarrollaremos más acabadamente este debate. 

 

Desafíos de una nueva era

Desde la consolidación del proceso de desmantelamiento del sistema tutelar a principios de los 90, se han oído numerosas voces exigiendo la derogación de la ley nro. 22.278, y la implementación de una ley concebida desde la matriz del nuevo modelo de protección integral de derechos. Estas opiniones se basaron en diversos argumentos críticos que señalaban que la ley respondía a un paradigma abandonado y tan bien reprochaban la legitimidad de la norma en virtud de haber sido promulgada durante el último gobierno de facto. 

Respecto de este último argumento, y antes de avanzar con el eje en desarrollo, es dable destacar que si bien la ley nro. 22.278 fue promulgada el 25 de agosto de 1980 y publicada en el boletín oficial el 28 del mismo mes y año, no debe olvidarse que fue revisada por el gobierno democrático con posterioridad, junto con todas aquellas normas aprobadas durante la dictadura militar, al tal punto que fue modificada por la ley nro. 22.803 que aumentó la edad de inimputabilidad de 14 a 16 años, y que fuera publicada el 9 de mayo de 1983. Asimismo, fue modificada por la ley 23.264 publicada con fecha 23 de octubre de 1985 y por la ley nro. 23.741 publicada el 25 de octubre de 1989.  

Por su parte, las discusiones dadas en torno a la necesidad de establecer un nuevo régimen penal juvenil, se encuentra estrechamente ligadas a la siempre escabrosa cuestión de la edad de imputabilidad en nuestro país. Como hemos señalado anteriormente, la génesis del nuevo modelo de protección integral dio espacio a corrientes que en sus versiones más extremas tendían a la equiparación absoluta entre el adulto y el joven. Aun habiéndose superado estas posiciones más exageradas, lo cierto es que la idea de que es necesaria una reforma de la ley de fondo para mejorar los estándares de garantías del sistema, ha estado latente desde el declive del paradigma tutelar.

Estas ideas tuvieron especial énfasis a comienzos de los años 90 en América latina cuando el complejo tutelar clásico, en su combinación de paternalismo injustificado y procedimientos inquisitivos, se encontraba todavía vigente en la región.[26]   

Sin embargo, las respuestas a este tipo de posiciones han sido contundentes. Como lo señalan Beloff y Kierszenbaum, en primer lugar, no es cierto que al niño no se le reconozcan sus garantías procesales, y ello se debe, por un lado, a que las garantías procesales se regulan en los ordenamientos de forma, y no de fondo, y muchas provincias han sancionado leyes procesales de la niñez para dotar de esas garantías a los jóvenes. Por otra parte, la jurisprudencia reconoce y aplica directamente las reglas de garantías clásicas a los procesos de menores (aun con menores inimputables). En segundo lugar, en general el tratamiento tutelar no implica la privación de la libertad, y las estadísticas demuestran que la imposición de medidas de seguridad a jóvenes no punibles es prácticamente insignificante en la actualidad.[27]

A la actualización de los sistemas procesales provinciales, debe sumarse los importantes frutos de la labor de tribunales locales y regionales, abocados al reconocimiento efectivo de los derechos y garantías de los niños como sujetos de derecho, más un plus por su condición de menores de edad.

Es amplia la lista de fallos nacionales e internacionales de importancia en la materia y sin dudas excede al presente trabajo la enunciación de todos ellos, pero baste a los efectos de demostrar la falla en la crítica en análisis, señalar dos antecedentes jurisprudenciales emblemáticos.

Por un lado, el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Mendoza y otros vs. Argentina del 14 de mayo de 2013, en el que el tribunal concluyó que no se admite de ninguna manera la imposición de pena de prisión o reclusión perpetua, en el marco jurisdiccional de la República Argentina, para quienes hayan cometido delitos siendo menores de dieciocho años de edad. El fundamento central sobre el que transita esta conclusión absoluta, se encuentra en que la posibilidad de una excarcelación se fija en un piso de años elevado, circunstancia que se da de bruces con el principio de menor intervención en el encierro y el fin de resocialización buscado en el fuero de menores.

Por otro lado, el fallo “Maldonado” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de fecha 7 de diciembre de 2005, brindó por un lado una serie de fundamentos, entre los que destacan el grado de culpabilidad que para los menores (por ser personas en formación) debe entenderse como de menor cuantía que el correspondiente a mayores de edad en iguales circunstancias y, por el otro, un mecanismo general para tratar la posibilidad de aplicar escalas reducidas que debe principiar siempre, justamente, de la reducción y que obliga entonces a los jueces, para apartarse de esa escala reducida, a tener por comprobados aspectos que determinen y autoricen tal apartamiento.[28]

Estos fallos, forman parte de un amplio cuerpo jurisprudencial en el que se manifiestan explícitamente lineamientos de un régimen penal juvenil que responde a una nueva era superadora no solo del sistema tutelar, sino hasta complementaria del modelo de protección integral, tales como el  principio de especialidad y especificidad, mínima intervención del derecho penal, menor grado de culpabilidad, excepcionalidad de la privación de la libertad, entre otros.

Todo ello desarticula aquellos argumentos que planteaban que para hacer valer de forma concreta los derechos y garantías constitucionales resultaba necesario bajar la edad de imputabilidad. Por otro lado, no es difícil suponer que si la edad penal se redujera, los casos de privación de la libertad aumentarían, si tomamos en consideración los índices de criminalización juvenil de los países de América latina que han reformado su sistema.[29] Como hemos señalado a lo largo de todo el trabajo, resulta primordial tener en cuenta el contexto histórico y, en este sentido, los registros regionales resultan una fuente más que válida para lograr trazar estrategias adecuadas a los problemas que se plantean.

Por otro lado, no debe dejar de abordarse el argumento que gira en torno a la seguridad ciudadana en las discusiones sobre la edad de imputabilidad. Este tipo de planteos parecen carecer de total verosimilitud cuando los enfrentamos con datos estadísticos, tanto en nuestro país como en otras partes del mundo. En efecto, estas posiciones tienden a caracterizarse por no poseer una investigación de campo seria, y hasta desoír aquéllas realizadas por organismos nacionales e internacionales.

Tampoco debe soslayarse que estas corrientes suelen ser atizadas por los medios de comunicación masivos formadores de opinión pública o, al menos, condicionantes de su agenda diaria. Sobre este punto quiero detenerme un momento.

Sabido es que desde una concepción del derecho trialista o tridimensional, la dimensión sociológica, es decir la realidad social, ocupa un rol primordial en el acabado entendimiento de fenómeno jurídico, además de las dimensiones normológica (normas) y axiológica (valores). Dentro de aquélla primera dimensión se pueden identificar diversos actores (se los tiende a identificar como repartidores), que adjudican consecuencias favorables o perjudiciales a las personas en una sociedad. Estos actores pueden encontrarse explícitos en las normas en mayor o en menor medida (jueces, legisladores, etc.), o pueden encontrarse en un segundo plano, logrando una influencia de hecho en los actores/repartidores formales, aunque no sea con la voluntad de éstos, como por ejemplo lo hacen quienes controlan los medios de comunicación y las redes sociales. A menudo las normatividades presentan como actores/repartidores a quienes son más “aceptables” en esa actividad, aunque no sean los conductores reales. Siempre hay que tener en cuenta que la fuerza oculta suele ser la más peligrosa.[30]

Aplicando este modelo interpretativo al fenómeno de la delincuencia juvenil, es claro que los medios de comunicación ostentan una rol activo en la formación y difusión de pensamientos como el de seguridad ciudadana.

Beloff y Kierszenbaum, destacan que esta realidad también se materializa por ejemplo en países como España y Alemania, trayendo el análisis realizado por Miguel Ángel Cano Paños, quien concluye que la delincuencia juvenil violenta, tanto en cifras absolutas como en porcentajes, ni de lejos presenta el dramatismo que intentan transmitir los medios de comunicación. Aquellos hechos puntuales de violencia juvenil de los que se hacen eco los medios hay que considerarlos así como lo que realmente son, es decir, como hechos aislados, los cuales ocupan un porcentaje ínfimo dentro de la estructura de la delincuencia juvenil cotidiana. La consecuencia más grave de sobredimensionar la delincuencia violenta por parte de los medios de comunicación, además del futuro daño que se pueda causar al menor autor de los hechos, se traduce en la creación de opinión pública de un estado de alarma social, la mayoría de las veces infundado, y cuyas consecuencias resultan claramente negativas de cara al tratamiento de futuros delincuentes juveniles.[31]

Si descontamos aquellos años en los que la pandemia tuvo un fuerte impacto en la representatividad de las estadísticas, obtenemos que para 2019 a nivel nacional, solo el 6% de los homicidios, fueron cometidos por un menor de 18 años. En la Provincia de Buenos Aires, apenas el 2,7% de las investigaciones penales preparatorias tienen como imputado a un menor, según las últimas cifras disponibles.

Como podemos advertir la información dura no acompaña los planteos que señalan como necesidad bajar la edad de imputabilidad por una cuestión de seguridad ciudadana. Además, nada parece indicar que en el caso de la delincuencia juvenil no se produzcan los mismos efectos que en el derecho penal de adultos, donde nunca el agravamiento de penas tuvo como efecto una disminución en la tasa de criminalidad.

Todo ello nos permite acompañar la recomendación de Kierszenbaum respecto de que no se debe promover la reforma de la legislación de fondo, especialmente en contextos de campañas electorales ni como respuesta a la imputación de delitos graves a menores de edad que generen conmoción mediática y/o social; o sin tener en consideración diagnósticos precisos y estudios de impacto.[32]  

Es evidente que la larga maduración que desde principios de los años 90 tuvo el derecho penal juvenil, tuvo sus grandes logros y avances, pero también dio espacio a planteamientos que parten de datos errados, que por su puesto los llevan a conclusiones imprecisas y estrategias inadecuadas. Entonces ¿qué características debe reunir una correcta justicia penal juvenil hoy en día? La respuesta bien podría merecer un nuevo trabajo, pero trataremos de establecer ciertos lineamientos básicos como corolario del proceso histórico-jurídico que venimos desarrollando.

 

Hacia una nueva etapa: Un retorno cuidado al parternalismo justificado y la necesidad de un nuevo enfoque en la Justicia Penal Juvenil

Tras las fuertes críticas hacia el paternalismo, registradas en el marco del proceso de desmantelamiento del sistema tutelar, una de los primeros autores que se animó a revisar dichos planteamientos fue Ernesto Garzón Valdez. Ya a fines de los años 80 este autor señalaba la necesidad de volver a tomar en consideración cierta intervención activa del Estado en el comportamiento de una persona, a fin de evitar que se dañe a sí misma.  

En uno de sus artículos más emblemáticos, tras abordar las diatribas más recurrentes al paternalismo y mostrar sus inconsistencias casuísticas, señala que si para las corrientes críticas se admite como posible que alguien se dañe voluntariamente y al mismo tiempo se desea poner acento en la importancia del respeto de la autonomía de la persona, podría centrarse la argumentación justificante de algunos tipos de paternalismo en el consentimiento expreso o hipotético.

Garzón Valdez señala, citando a Dworkin, que no se trata de la existencia efectiva de consentimiento, sino más bien de un consentimiento hipotético, de una hipótesis de racionalidad o de normalidad, es decir que la medida estaría justificada si “toda persona racional podría estar de acuerdo con esta medida”. Un concepto que el autor utiliza para simplificar el análisis es el de “competencia”, entendiéndola como aquella capacidad de una persona para hacer frente racionalmente o con una alta probabilidad de éxito a los desafíos o problemas con los que se enfrenta. Profundiza señalando que, a su vez, la “competencia básica” es  la capacidad para afrontar las cuestiones de la vida cotidiana, y la falta de la misma (incompetencia básica) es condición necesaria aunque no suficiente para la justificación de medidas paternalistas. Esta incompetencia básica coloca al afectado en una situación de desigualdad negativa con relación a sus congéneres. Es obvio que la aplicación de medidas paternalistas supone una relación de superioridad en muchos casos, y, en este sentido de desigualdad. Ello se debe a la definición misma de incompetencia. Pero el propósito de la medida paternalista justificable es justamente la superación de la desigualdad.[33]

Ahora bien, si nosotros analizamos el amplio corpus juris existente a los fines de consagrar los derechos y garantías de los niños, niñas y adolescentes, es evidente que existe en la actualidad un consenso internacional respecto de la particular condición de vulnerabilidad de los jóvenes frente a sistema penal. Esta vulnerabilidad suele, además, multiplicarse no solo por su condición de menor, sino también en muchos casos por su condición económica, de género, cultural, entre otras.

Ya hemos señalado que en el paradigma vigente, se le exige a la justicia penal juvenil que garantice todos los estándares internacionales de protección al joven, es decir los que le corresponde como sujeto de derecho (persona), más un plus por su condición de persona en desarrollo.

Desde esta perspectiva parece haber acuerdo en la comunidad, por lo menos la académica, que un niño merece una especial protección, debido a que se encuentra en una situación de incompetencia básica porque todavía se haya en un proceso de maduración.

Afirmar esto no implica contrariar los novedosos aportes realizados desde la psicología evolutiva, que tanto avances han permitido en el ejercicio pleno de los derechos civiles de los jóvenes. Tampoco la coexistencia de un tratamiento legal diferencial (civil/penal), implica necesariamente una discriminación negativa de alcance general para ciertos jóvenes que son selectivamente alcanzados por el aparato penal, aunque en ocasiones ello ocurra.

Nuevamente desde el trialismo jurídico se identifica en el mundo del derecho, la existencia de especificidades de distinto orden, siendo una de ellas la que se focaliza en los rasgos personales del sujeto. Señala Ciuro Caldani que las dos especificidades personales que más nos ocupan son la edad y el género.[34] El problema que se logra identificar no es en realidad la coexistencia de especificidades en un único sistema legal, que podría decirse es hasta lo esperable si consideramos el concepto central de incompetencia básica de Garzón Valdez, sino cómo se posiciona la ley o, en un sentido más amplio, el derecho, frente a realidades desiguales.

En este sentido, entiendo que en aquellos casos en los que la ley no hace más que profundizar la brecha de desigualdad, en vez de superarla, nos encontraríamos frente a una especificidad negativa, mientras que en aquellos supuesto en los que la ley intenta eliminar esas distancias, nos encontramos frente a una especificidad positiva. Entiendo que en este último supuesto se encuadra el parternalismo justificado que estoy propugnando.

Acotando el análisis a la cuestión de la justicia penal juvenil, es esperable que se logren identificar adecuadamente esas diversas especificidades de forma adecuada y para ello resultará insoslayable una interpretación sociológica. En una excelente tesis doctoral, Silvia Guemureman advierte la necesidad de una lectura de corte sociológico (y no sociologista), que haga visibles las correspondencias y tensiones que se despliegan en los diferentes “modos de ser joven” y también en su relación de los “modos de ser adulto”, y permita develar las distancias pero también las cercanías de cada uno de ellos, las contradicciones y las dualidades, considerando entonces la juventud como una categoría social construida que debe insertarse en un marco histórico-social determinado que atraviesa a los diferentes sectores sociales.[35]   

Desde allí entiendo que se pueden verificar las desigualdades que dan lugar a las incompetencias básicas y que permiten justificar medidas paternalistas, pero ¿Qué tipo de medidas paternalistas deberían adoptarse hoy en día? Y es que la argumentación hasta aquí desarrollada poco dice respecto de las características básicas que debe respetar este paternalismo justificado. Sabemos que no debe asemejarse al tipo de intervención que implicaba el modelo tutelar porque se parte de una matriz filosófica totalmente diferente, y que a su vez debe respetar los estándares de protección internacionalmente consagrados, pero todavía se puede profundizar más dicha caracterización.

En este sentido, Beloff señala que no es posible soslayar la experiencia de un cuarto de siglo de reformas legales en América Latina dirigidas a incorporar el amplio corpus juris de protección de derechos humanos de niños y niñas al derecho interno de los países de la región. Este proceso transcurrió con una desconexión manifiesta de las dimensiones materiales reales de los problemas que pretendía resolver. Un cuarto de siglo después, destaca la autora, prácticamente nada se modificó de la realidad sobre la cual estas leyes pretendían regular y, en algunos casos, la situación se agravó aún más, más allá de que las leyes aprobadas sean, por lo general, impecables desde el punto de vista de técnica legislativa y de sus finalidades político-criminales.[36]

Justamente en esta Beloff en un interesante artículo[37] dedicado a destacar la importancia de las nuevas estrategias para resolver aquellos conflictos penales que involucren a jóvenes, subraya la necesidad de cambiar el enfoque con el que habitualmente se abordan los debates sobre justicia penal juvenil, superando la edad de imputabilidad y el alcance de la sanción punitiva, como típicos ejes que articulan la discusión, y poniendo a la justicia restaurativa en el centro de la escena, conforme los estándares exigidos por el derecho internacional. 

La autora define a la justicia restaurativa como aquel proceso en el que todas las partes que tienen un interés en un conflicto subsumible en un tipo penal, se reúnen para resolver colectivamente, cómo lidiar con las consecuencias de ese crimen. Dentro de esta definición, que claramente es más extensa que un mero concepto jurídico, se ubican diversas herramientas novedosas aplicables a conflictos penales juveniles. Se pueden encontrar dispositivos ubicados afuera del propio proceso penal a los que se los denomina diversión, que buscan la derivación del conflicto sin intervención del sistema penal, por ejemplo a través organismos comunitarios de solución de conflictos (mediación comunitaria).

Asimismo, se pueden hallar dispositivos operables dentro del proceso penal, tanto de carácter procesal como sustancial. Dentro del primer subgrupo se hayan mecanismos como la remisión, semejante al criterio de oportunidad ejercido por los fiscales en las causas penales de adultos, en los que por la entidad del hecho se decide no invertir tiempo y recursos en la persecución penal; la suspensión del proceso a prueba, un derecho de toda persona sometida a una causa penal para evitar llegar a una instancia de juicio, a través del cumplimiento de ciertas reglas de conducta que, una vez cumplidas, permiten que el proceso se archive; las conciliaciones o mediaciones, espacios destinados al acercamiento de las partes para un entendimiento que permita arribar a un acuerdo que finalice el conflicto penal; entre otras herramientas. En cuanto a los dispositivos sustanciales, nos encontramos con el juicio abreviado, aunque las desventajas de su utilización en el marco de un proceso penal juvenil han sido ampliamente remarcadas por los especialistas.[38]

Resulta claro que en el paradigma vigente en materia penal juvenil se hace especial énfasis en generar mecanismos procesales y metaprocesales que permitan al joven interiorizar la trascendencia del conflicto penal en el que se encuentra involucrado y las consecuencias de sus actos sobre las demás personas y las cosas (art. 40 de la Convención de los Derechos del Niño), teniendo especialmente en cuenta su condición de persona en desarrollo y la necesidad de que no vuelva a incurrir en este tipo de conductas en un futuro.

Frente a los nuevos desafíos que se plantean en la actualidad respecto de sistema de justicia penal juvenil, debe obtenerse como resultado de un amplio proceso histórico de aprendizaje, que la finalidad de la pena en un proceso penal seguido contra un joven  cumple una función resocializadora, con fines preventivos especiales positivos en los que el ideal de educación cumple un rol insustituible.[39]

Por ello los horizontes de la justicia penal juvenil deben otorgar prioridad aquellos dispositivos que eviten la estigmatización del joven y el acercamiento del derecho penal de adultos al de menores, pero que a su vez permitan al niño participar de un proceso en el que se responsabilice por sus actos y las consecuencias del mismo.

Por último también será necesario que dichos procesos no queden limitados a los especialistas jurídicos sino que sean espacios interdisciplinarios en los que concurran otros profesionales de ciencias, como la psicología, la psicología social, la sociología, el trabajo social, entre otras ramas.

 

Conclusión

Al iniciar estas páginas advertíamos tres premisas/hipótesis básicas que atravesarían todo nuestro análisis: En primer lugar, la relación entre el Estado y la infancia, es decir las formas de control, regulación o intervención que se adopten desde el ámbito público en relación a la niñez, son en realidad parte de un proceso histórico dinámico y más amplio, en el que se registran continuidades y rupturas paradigmáticas. En segundo lugar, en tanto proceso histórico, dicha relación se verá continuamente determinada por el contexto social y cultural en el que se desarrolla. Por último, el correcto entendimiento y por ende el planteamiento de nuevas estrategias o el mejoramiento de las existentes, en la relación entre el Estado y la infancia, solamente se puede alcanzar teniendo en cuenta las dos primeras premisas.

A lo largo del humilde desarrollo que precedió a esta conclusión creo que ha quedado claro que la relación entre el Estado y la infancia se ha plasmado como un proceso histórico. Por ello, es posible que para completar un buen entendimiento del mismo sea necesario retomar el clásico concepto gramsciano de hegemonía cultural.

En este sentido, ha sido reiterado en varias oportunidades que el contexto cultural en el que cada etapa del proceso se ha desarrollado, terminó definiendo la caracterización del programa sobre la regulación y control de la infancia. También el declive o crisis de cada bloque cultural hegemónico dieron espacio a la transición hacia una nueva etapa, muchas veces crítica de la anterior. Por ello, parece obvio tomar como primera conclusión que las estrategias y medidas a adoptar en la actualidad respecto de la relación entre el Estado y la niñez, nunca pierda de vista los antecedentes históricos que justifican su existencia y definen su alcance.

Justamente, dicha experiencia ha permitido establecer algunas recomendaciones respecto de las características que hoy en día debe tener una Justicia Penal Juvenil, como uno de los dispositivos más recurrentes en cuanto a la intervención pública de la niñez.

En esta línea, existe consenso actual en cuanto a la necesidad de generar una justicia especial y específica para niños, niñas y adolescentes; y que cuente con mecanismos atravesados por la interdisciplinariedad, es decir con la participación de especialistas no solamente del mundo del derecho sino, también de otras ciencias sociales.

Además, ha quedado clara la necesidad de que dichos dispositivos o mecanismos tiendan a dar lugar a soluciones alternativas (justicia restaurativa), morigerando las consecuencias negativas que un proceso penal genera sobre toda persona y en particular sobre los jóvenes. Aun así, también ha quedado clara la necesidad que a su vez dichas herramientas permitan proceso de responsabilización y reflexión en el joven respecto de sus posibles actos y sus consecuencias sobre las personas o las cosas.

Por último, me gustaría culminar con una reflexión que es consecuencias de las premisas de las que hemos partido en nuestro desarrollo. En este sentido, es claro que el contexto cultural ha influido siempre en la construcción del programa institucional político sobre la niñez, y por ello no está demás apreciar que la sociedad civil, desde todos sus ámbitos, tiene la capacidad de participar activamente en la discusión siempre latente sobre la infancia y sus formas de intervención desde lo público. Creo con seguridad que para que dicha participación activa resulte valiosa no debe nunca menospreciarse o desatenderse las lecciones que nos ha dejado la historia.



[1] DURKHEIM, Emile, Las reglas del método sociológico, Barcelona, Ed. Altaya, 2° prefacio, p. 23.

[2] DUBET, Francois, El declive de la institución. Profesiones, sujetos e individuos ante la reforma del Estado; Barcelona, Ed. Gedisa, p. 31 y ss.

[3] BELOFF, Mary, “Algunas confusiones en torno a las consecuencias jurídicas de la conducta trasgresora de la ley penal en los nuevos sistemas de justicia latinoamericanos”, en Revista Justicia y Derechos del Niño, n° 3, Buenos Aires.

[4] GUEMUREMAN, Silvia, La cartografía moral de las prácticas judiciales en los Tribunales de Menores, Buenos Aires, Ed. Del Puerto, p. 38.

[5] MELOSSI, Dario y PAVARINI, Massimo, “The Prison and the Factory (40th Anniversary Edition), Origins of the Penitentiary System”, Palgrave Studies in Prisons and Penology, 2018.

[6] FOUCAULT, Michel, “Vigilar y Castigar. El nacimiento de la prisión”, Siglo veintiuno editores Argentina, 1° reimpresión argentina, 2002.

[7] MONTIGEL, Leonardo David, “Cárcel y fábrica de Melossi y Pavarini”, en Derecho Penal Online, 2021.

[8] VICENT, Guy; LAHIRE, Bernard y THIN, Daniel, “Sur l´histoire et la théorie de la forme scolaire”. L´education prisionniére de la fomre scolaire? Scolarisation et socialisation dans le socieetés industrielles, Lyon, Press Universitaires de Lyon, 1994. “Sobre la historia y la teoría de la forma escolar”, traducción a cargo de Leandro Stagno, Universidad de La Plata, p. 1.

[9] Debe reiterarse que tanto la institución carcelaria como la escuela, no son invenciones de las sociedades modernas en todo su alcance, sino que se las resignificó, integrándolas a un nuevo orden o paradigma y asignándoles funciones disciplinares específicos.

[10] Op. Cit. 11, p. 4.

[11] Op. Cit. 7, p. 44.

[12] LO VUOLO, Rubén, “De los “niños asistenciales” al ingreso ciudadano para la niñez: de la ley 10.903 a la ley 26.061”, en García Méndez, Emilio, Protección Integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, Ed. Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, pp. 105 y 106.

[13] BARATTA, Alessandro, “La niñez como arqueología del futuro”, en Bianchi, M. del Carmen (comp.), El derecho y los Chicos, Ed. Espacio, Buenos Aires, 1995, p. 14.

[14] LOMBROSO, Cesare; Causas y remedios del delito, Ed. Tor, Buenos Aires, 1940, p. 31.

[15] PLATT, Antony, Los salvadores del niño o la invención de la delincuencia, Siglo XXI, México, 1982.

[16] Con estos términos en el ámbito judicial se designa a los/as niños/as que, por decisión de un juez, son declarados en situación de riesgo social por el ambiente de carencia de recursos en el que viven y, como consecuencia de ello, puestos bajo el control de una institución supuestamente “especializada” en su tratamiento.

[17] Op. Cit. 12, p. 108.

[18] BELOFF, Mary y KIERSZENBAUM, Mariano, “Autonomía e infancia”, en Gargarela, Roberto y otros, Acciones privadas y constitución, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, p. 320.

[19] GARZÓN VALDÉS, Ernesto, Desde la “modesta propuesta” de J. Swift hasta las “Casas de engorde”. Algunas consideraciones acerca de los derechos de los niños, en Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, N° 15-16, vol. II, p. 734.

[20] SABSAY, Daniel Alberto, “La dimensión constitucional de la ley 26.061 y del decreto 1293/2005”, en García Méndez, Emilio, Protección Integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, Ed. Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, p. 15.

[21] AIMAR, Germán D. Martín, Ni Menores, Ni Jóvenes, Ni Conflictivos, Ni Locos, Ed. IUS, Buenos Aires, p. 26.

[22] MINYERSKI, Nelly y HERRERA, Marisa, “Autonomía, capacidad y participación a la luz de la ley 26.091” en GARCÍA MENDEZ, Emilio, Protección Integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, Ed. Editores del Puerto, Buenos Aires, p. 45.

[23] BELOFF, Mary, “Algunas confusiones en torno a las consecuencias jurídicas de la conducta transgresora de la ley penal en los nuevos sistemas de justicia latinoamericanos”, en Revista Justicia y Derechos del Niño, n° 3, Buenos Aires.

[24] Garland, David, La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, ed. Gedisa, Barcelona, 2005, p. 23.

[25] Op. Cit. 21, p. 28.

[26] BELOFF, Mary, ¿Qué hacer con la justicia juvenil?, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2016, pp. 28 y 29.

[27] BELOFF, Mary y KIERSZENBAUM, Mariano, “Aportes para la discusión sobre la reforma del sistema de responsabilidad penal de adolescentes en la República Argentina”, en BELOFF, Mary, Nuevos Problemas de la Justicia Juvenil, Ed. AD-Hoc, Buenos Aires, 2017, p. 33.

[28] ELHART, Raúl, Sobre la imposibilidad de imponer pena de prisión perpetua a los menores punibles y el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Mendoza y otros vs. Argentina de fecha 14 de mayo de 2013, Buenos Aires, p. 2-4.

[29] Op. Cit. 26, p. 93.

[30] CIURO CALDIANI, Miguel Ángel, Una teoría trialista del derecho, Ed. Astrea, Buenos Aires, 2020, p. 35 y 36.

[31] Op. Cit. 27, p. 25.

[32] Op Cit. 27, p. 35.

[33] GARZÓN VALDÉZ, Ernesto, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?, en Revista Latinoamericana de Filosofía, vol XIII, núm. 3, Buenos Aires, 1987, pp. 164-168.

[34] Op. Cit. 30, p. 229.

[35] Op. Cit. 4, p. 119.

[36] BELOFF, Mary, “Justicia restaurativa como justicia: Garantías, protección especial y reparación del conflicto como base de la política criminal juvenil”, en QUINTEIRO, Alejandra, Buenas Prácticas para una Justicia Especializada, Ed. Jusbaires, Buenos Aires, 2017, p. 85.

[37] Op. Cit. 35.

[38] Ver Op. Cit. 35, p. 105; BELOFF, Mary, FREEDMAN, Diego, KIERSZENBAUM, Mariano y TERRAGNI, Martiniano, “La justicia juvenil y el juicio abreviado”, en BELOFF, Mary, Nuevos problemas de la justicia juvenil, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2020, p. 139; Op. Cit. 21, p. 179, entre otros.

[39] BELOFF, Mary, FREEDMAN, Diego, KIERSZENBAUM, Mariano y TERRAGNI, Martiniano, “La sanción en el derecho penal juvenil y el ideal de la educación”, en BELOFF, Mary, Nuevos problemas de la justicia juvenil, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2020, p. 113 y ss.





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