Otra mirada sobre el caso de Fernando Báez Sosa
Por Roberto Guinney *
El crimen de
Fernando Báez Sosa sucedido a la salida de un boliche en Villa Gesell debido a la violencia y el salvajismo que lo
rodeó, como también al tratamiento que le dispensó la prensa, concitó el interés de la opinión pública como
en pocas oportunidades se dio, promoviendo
de esta forma diversos tipos de análisis que se extendieron más allá del
campo jurídico.
No es interés de
estas líneas debatir el fallo de primera instancia surgido del juicio oral y
público llevado a cabo en la jurisdicción de Dolores, sobre el que ya se ha
escrito mucho y se seguirá haciendo a medida que se vayan elevando las
actuaciones a otras instancias, sino tratar de profundizar sobre las
motivaciones que impulsaron el accionar de esa patota y la responsabilidad que
nos cabe como sociedad.
Este
comportamiento criminal se produjo en el marco de una sociedad patriarcal y
clasista, donde para muchos la virilidad de los hombres parece medirse por el
nivel de agresividad que puedan demostrar al vulnerar a otro, al que se
considera inferior por su condición social o por su género.
Este hecho no solo
se debe leer desde la construcción de masculinidades el que no se debe dejar
soslayar, sino que en este caso se debe poner especial atención en el odio de
clases que impulsó a estos asesinos a propinarle
una feroz paliza a Fernando, por medio de golpes de puño y patadas en
forma encarnizada hasta llevarlo a la
muerte.
No podían permitir que Fernando y sus amigos fueran a
divertirse a un lugar de esparcimiento que no les correspondía según los
códigos establecidos por la supremacía de clases, concepción que está
demostrada a través de la frase “Quédate tranquilo que a este negro de mierda
me lo llevo de trofeo” como escuchó decir uno de los testigos, frase que no se
puede tomar en sentido figurado atendiendo al escenario, circunstancias y
definición del hecho criminal.
“Negro” es una
expresión que no está referida al color de piel sino al sector social al cual
se pertenece; los segmentos pudientes jamás llamaron de esta manera a Isaac Rojas, a pesar de que no era
justamente un hombre rubio de ojos
claros. Tampoco los historiadores
oficiales se hubieran animado jamás a hacer referencia a la condición de mulato
de Bernardino Rivadavia. Ellos desfilaban en las filas de las clases dominantes
y no eran merecedores de tal disminución.
Por el contrario cuando observan una movilización de trabajadores,
siempre éstos son denominados peyorativamente como negros por parte de los
sectores reaccionarios, poco importa que en sus filas hayan rubios o pelirrojos,
están determinados por su clase.
Nadie podría negar la existencia de
prejuicios racistas en nuestra sociedad, pero no debemos confundirlos con
aquellos que provienen de la segmentación social, porque en ese caso estaríamos
ayudando a esconder el germen real de esta violencia que no ayudaría a
extirparla como es debido.
Tampoco se puede culpabilizar al rugby por
el accionar de este grupo de monstruos, primero porque no todos jugaban, y
fundamentalmente porque ninguna práctica
deportiva en sí misma puede conducir a ese tipo de conductas, en todo caso el
responsable podría llegar a ser el medio en el cual se lleva a cabo esa
actividad. Todos conocemos instituciones que no permiten realizar actividades
deportivas a mujeres dentro de sus instalaciones, desnudando así sus prejuicios
de género, esta estructura de pensamiento seguramente también permite albergar
odios racistas y/o de clase.
Que los asesinos
no coincidan con el fenotipo penal imaginado por una fracción importante de
nuestra sociedad, que por otra parte es el impuesto por la ideología predominante,
ha permitido que muchos que piden penas ejemplificadoras para los delincuentes que provienen de sectores
bajos cuestionen la condena perpetua cuando ésta recae en jóvenes provenientes
de familias acomodadas.
Indudablemente,
es cuestionable la aplicación de cadena perpetua en nuestro país, porque en la actualidad se ha convertido en una condena por toda su existencia, dando por tierra con
el objetivo que deben tener las penas
privativas de la libertad, que no debe ser otro que la rehabilitación y la
reinserción social, debido a que el penado no contaría con tiempo de vida para
poder reintegrarse a la comunidad. Ello a consideración de que las penas no
sean tan cortas que impidan desarrollar un proceso de recuperación, ni tan
largas que solo las conviertan en medio de venganza social.
Esta preocupación
por el sistema penal de nuestra sociedad es muy valorable, pero lo curioso es
que en muchos casos solo surge cuando los penados provienen de las clases
pudientes. Incluso esa inquietud se traslada a las condiciones de seguridad de
los mismos. Indudablemente es
responsabilidad del Estado brindarles esa condición, pero la misma preocupación
debe recaer sobre el total de la población carcelaria, pues lo contrario no
haría más que reproducir la estructura social injusta que promueve la violencia
de clase.
A muchos los
inquieta el sufrimiento de las familias de estos homicidas, pero nunca se
preguntaron por el dolor de las esposas, hijos, padres de aquellos que caen en
el delito empujados en su mayoría por su condición de excluidos de esta
sociedad. Esta diferenciación nos
llevaría a pensar que es más reprochable el asesinato que se produce en el
marco de un ataque a la propiedad privada, que aquel que se produce por odio de
clase aun cuando se den por medio de los peores tormentos solo para
satisfacción de sus autores.
Hay quienes se
conduelen por la vida frustrada de estos asesinos de clase acomodada pero no
por la de aquellos delincuentes que provienen de los sectores más bajos de
nuestra escala social, quizás porque a los primeros los esperaba un futuro
prominente, mientras que los otros ya estaban condenados por la estructura
económica. Nada se puede perder cuando todo está
perdido.
Si bien soy muy
crítico de la cadena perpetua porque tal como se la aplica en la actualidad significa la privación de la libertad por el
resto de vida de la mayoría de los condenados o, en los mejores casos, después
de tantos años de prisión sería muy difícil su adaptación al momento de
otorgarles la libertad, en esta oportunidad entiendo que dentro de este sistema
penal que hoy se aplica la condena de esta patota debe ser la más grave dentro del
Código Penal.
Porque sería
injusto no aplicarle las penas con los agravantes que corresponden en este caso
y sí considerarlos en otros, como en la causa de Magdalena Espósito y Abigail Páez por el
asesinato de Lucio, por más abominable que nos resulte la muerte de un niño,
salvo que también estemos condenando su condición de lesbianas.
Se debe
reconsiderar todo el sistema penal y el régimen penitenciario para que las
penas cumplan con la función de rehabilitación y reinserción del condenado y
las cárceles se ajusten al art 18 de nuestra Constitución Nacional en lo que
refiere a que “las cárceles serán sanas y
limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas” .
Para cumplir con
estos objetivos se debe contar también con un presupuesto acorde, lo que no
siempre es comprendido por una parte de la sociedad, que cree que su seguridad
depende de la aplicación de penas que solo oficien de castigo como única forma de
evitar nuevas conductas delictivas, y que pretende no aumentar gastos del
erario público para brindar mejores
condiciones a la recuperación de los
reclusos.
Creo que así
como fue importante la inclusión del femicidio como un agravante del homicidio,
no solo por contemplar una mayor carga penal, que la merecía, sino porque
también desnudó al enunciarse en la legislación penal una especial violencia de
género que no todos la llegaban a comprender, por esos mismos motivos me parece
importante que se incorporara a nuestro régimen penal la figura del odio de
clase, porque solo se puede vencer lo
que es posible visibilizar, y en este caso el término va más allá de la
visión.
* Roberto Guinney.
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